¿Cuánto mide una nube? Sin entrar en la definición de las posibles unidades de medida de un ente cambiante, que sería otro posible objeto de análisis, el intentar acotar un fenómeno variable, detener durante un instante (de nuevo sin cuantificar) una formación en movimiento, deriva hacia la imprecisión de una duda.
Asumir la formación de partículas de agua en suspensión como un objeto de perfil definido, implica negar la propia definición: las partículas, por infinitésimos, no son cuantificables en relación al todo, y la suspensión implica necesariamente inestabilidad y movimiento, de nuevo, en relación al todo, esta vez, el medio.
En 1785 y en New Method of Assisting the Invention in Drawing Original Compositions of Landscape, Alexander Cozens propició un método que denominó “blotting”, el uso accidental de manchas de tinta para sugerir motivos paisajísticos a los principiantes. En el prólogo que presentaba este método, Cozens mostró el entendimiento psicológico de lo concerniente a la invención de forma, al asociar el instinto con la creación de un paisaje indefinido a partir de una primera idea somera. El estudio posterior de esa colección de manchas espontáneas y la aplicación de elementos conectores entre ellas que desarrollaran con mayor detalle el paisaje buscado, serían suficientes para alcanzar el ideal realismo constructivo de un paisaje detenido.
La fascinación de los arquitectos por la forma tanto perimetral plana como volumétrica de una nube ha sido una constante en el desarrollo de arquitecturas biomórficas, que se desprenden sin embargo de la implicación sensorial, buscando exclusivamente el método de reconstrucción de una geometría compleja a partir de las herramientas existentes vinculadas con una época. Así, desde la obsesiva presencia de la nube como referente en los dibujos de Le Corbusier o Utzon, hasta las nubes digitales de Greg Lynn, una multitud de arquitectos han utilizado el referente formal de una nube como evocadora de lo variable, casi transmutable.